ORACIONES INICIALES

jueves, 25 de octubre de 2018

LA LUCHA ESPIRITUAL: REINO CONTRA REINO


Décimo tercera conferencia
sobre la Divina Voluntad,
como introducción a los Escritos de la Sierva de Dios LUISA PICCARRETA,
“la pequeña Hija de la Divina Voluntad”,finalizada al triunfo de Su Reino

Pablo Martín Sanguiao
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LA LUCHA ESPIRITUAL: REINO CONTRA REINO
La guerra sagrada
Me han pedido que hable de la “lucha espiritual”. Prefiero llamarla más bien GUERRA DE ESPÍRITUS o “GUERRA SAGRADA.
No es una lucha pequeña ni privada; es guerra total, que empezó desde el primer día de laCreación y que acabará al fin del mundo. Es guerra total porque, teniendo lugar en nosotros y a nuestro alrededor, afecta a todo cuanto existe y compromete, poniéndola en peligro, a toda la obra divina de la Creación, de la Redención y de la Santificación.
No es guerra de inteligencias, que se combate con razonamientos; es guerra de espíritus:
“Nuestra lucha no es contra criaturas de carne y sangre, sino contra losPrincipados y las Potestades, contra los dominadores de este mundo de tinieblas, contra los espíritus malignos que vagan en los espacios celestes” (Ef. 6,12), “contra Satanás y los demás espíritus
malignos que vagan por el mundo para la perdición de las almas”.
Es guerra “sagrada”, porque es una guerra impía contra Dios, provocada por aquellos que lo odian, y combatirla es un deber nuestro de fidelidad e de amor a El, guerra que sólo con armas divinas podemos vencer. “El Señor os dice: No temais ni os asusteis de esta multitud
inmensa, porque la guerra no es contra vosotros, sino contra Dios. Mañana saldreis contra ellos; subirán por la cuesta de Ziz. Vosotros los sorprendereis al final del valle, frente al desierto de Yeruel. No os tocará a vosotros combatir en ese momento; deteneos bien ordenados y vereis la salvación que el Señor hará por vosotros, oh Judá y Jerusalén. No
tengais miedo ni os desanimeis. Mañana, salid a su encuentro; el Señor estará con vosotros”
(2° libro de las Crónicas, 20, 15-17).
Es “santa”, porque lo que nos jugamos es nuestra salvación o nuestra condenación,
“ganar” a Dios o perderlo para siempre. “Proclamadlo entre las gentes: llamad a la guerra santa, animad a los valientes y que vengan, que suban todos los guerreros. Con vuestras azadas haceos espadas y lanzas con las hoces: que hasta el más débil diga: ¡yo soy un guerreros!” (Joel, 4,9-10).
“El Reino de los cielos sufre violencia y los violentos se apoderan de él” (Mt 11,12). “Sufre violencia”, o sea: “es objeto de violencia, es motivo de lucha, hay que luchar para alcanzarlo”.
Al hablar de lucha espiritual personal, que cada uno de nosotros ha de combatir
interiormente y no pocas veces exteriormente, hace falta colocarla en el contexto de una lucha
mucho más grande, que nos trasciende: “Reino contra reino”.
Lo contrario de “lucha” o de “guerra” es “paz”. ¿Pero qué guerra? ¿Qué paz?
“No creais que Yo haya venido a traer paz a la tierra; no he venido a traer paz, sino una espada” (Mt 10,34). “La paz os dejo, mi paz os doy. No como la da el mundo, os la doy Yo.
No se turbe vuestro corazón y no tenga miedo” (Jn 14,27).
Debemos recordar esta grande guerra.
Empezó en el Cielo al comienzo de la historia de la Creación, cuando “en el primer día” Dios creó la luz –la luz era una cosa buena– y la separó de las tinieblas. Empezó entonces el juício
de separación: los hijos de Dios, “hijos de la Luz”, fueron separados de aquellos que queriendo ser ellos luz por propia capacidad, sin Dios, automáticamente se volvieron tinieblas.
“También tú has sido derribado como nosotros, ahora ya eres igual que nosotros. A los infiernos ha sido arrojado tu orgullo, la música de tus arpas; debajo de tí hay una capa de estiercol, te cubres con gusanos. ¿Cómo es que has caído del cielo, Lucifer, hijo de la aurora? ¿Cómo es que has sido derribado a tierra, señor de pueblos? Y sin embargo tú
pensabas: Subiré hasta el cielo, sobre las estrellas de Dios pondré mi trono, mi
estableceré en el monte de la asamblea, en lo más alto del septentrión. Llegaré hasta por encima de las nubes, me haré igual al Altísimo. ¡Y al contrario, has sido precipitado a los infiernos, en lo profundo del abismo! Todo los que te ven te miran fijo, te observan atentamente: ¿es éste el que arruinaba la tierra, el que hacía temblar los reinos, el que reducía el mundo a un desierto, el que destruía las ciudades, el que no abría la cárcel a sus
prisioneros?” (Isaías, 14,10-17).
“Ahora quiero recordaros a vosotros, que ya sabeis todas estas cosas, que el Señor,
después de haber salvado al pueblo de la tierra de Egipto, hizo perecer después a aquellos que no quisieron creer, y que a los ángeles que no conservaron su dignidad sino que abandonaron su propia morada, El los tiene en cadenas eternas, en las tinieblas, para el juício del gran día.” (San Judas, 5-6).
Fue el comienzo de la guerra al principio de la historia: “Así pues estalló una guerra en el cielo: Miguel y sus ángeles combatían contra el dragón. El dragón luchaba junto con sus ángeles, pero no prevalecieron y ya no hubo más lugar para ellos en el cielo. El gran dragón,
la antigua serpiente, que llamamos diablo y satanás y que engaña a toda la tierra, fue precipitado a la tierra y con él fueron precipitados también sus ángeles” (Apoc. 12, 7-9).
La lucha se trasladó a la tierra, y el objeto de la contienda fue el hombre: “Sí, Dios ha creado al hombre para la inmortalidad; lo hizo a imagen de su propia naturaleza. Pero la muerte ha entrado en el mundo por envidia del diablo; y la experimentan aquellos que le
pertenecen” (Sab. 2,23-24).
El hombre no sólo es objeto de la contienda, como lo fue el cuerpo de Moisés, que el Arcangel Miguel y el diablo se disputaban (S. Judas, 8), sino que él mismo tiene que combatir y, como prueba de la vida, tiene que decidir de qué parte está: “Quien no está conmigo está
contra Mí, y quien conmigo no recoge, dispersa.” (Mt. 12,30).
«Y ahora os invito a todos: venid conmigo al Edén, donde tuvo principio nuestra
existencia, donde el Ser Supremo creó al hombre y, haciéndolo rey, le dió un reino en que dominar. Ese reino era todo el universo, pero su cetro, su corona, su autoridad salían del fondo de su alma, en la que residía el Fiat Divino como Rey dominante, el cual formaba la verdadera realeza del hombre. Sus vestiduras eran regias, más refulgentes que el sol; sus actos eran nobles, su belleza era arrebatadora. Dios lo amaba tanto, gozaba con él, lo llamaba “mi pequeño rey e hijo”. Todo era felicidad, orden y
armonía.
Ese hombre, nuestro primer padre, se traicionó a sí mismo, traicionó su reino y,
haciendo su propia voluntad, amargó a su Creador, que tanto lo había exaltado y
amado, y perdió su reino, el reino de la Divina Voluntad, en la cual todo le había sido dado. Las puertas del reino se le cerraron y Dios retiró para Sí el reino que le había dado al hombre. Ahora he de deciros un secreto: Dios, al retirar en El el reino de la DivinaVoluntad, no dijo: “No volveré a darlo al hombre”, sino que lo reservó esperando a las futuras generaciones para asaltarlas con gracias sorprendentes, con luz deslumbradora,
para eclipsar al querer humano que nos hizo perder un reino tan santo, y con tal
atractivo de asombrosos y prodigiosos conocimientos de la Divina Voluntad, que nos hiciera sentir la necesidad y el deseo de dejar a un lado nuestro querer que nos hace infelices y lanzarnos a la Divina Voluntad como nuestro reino permanente». (Luisa
Piccarreta, “Llamamiento”).
A partir de entonces aparecen con toda evidencia los dos protagonistas del drama, de la lucha, que del cielo ha pasado a la tierra: la adorable Voluntad del Creador y la voluntad del hombre.
La primera daba al hombre su belleza, su nobleza, su vida divina, ¡su Reino!
La segunda, separandose del Querer Divino por haber dado vida a un querer humano, nos ha hecho perder esa belleza y nobleza divina, la vida, ¡aquel Reino tan santo!
Es verdad que detrás del querer humano se esconde su instigador, satanás, que de esa forma puede dominar facilmente al hombre, pero también es cierto que el hombre resulta siempre libre y responsable de adherir a la Voluntad de Dios o de preferir la suya.
“Llamo hoy como testigos contra vosotros el cielo y la tierra: Yo te he puesto delante la vida y la muerte, la bendición y la maldición; elige la vida, para que vivas tú y tu descendencia, amando al Señor tu Dios, obedeciendo a su voz y manteniendote unido a El,
porque El es tu vida” (Deut. 30,19-20).
El único problema que en el fondo existe, es el de las relaciones entre la Voluntad de Dioy la nuestra. Guerra o paz. Abrazo o rechazo. Encuentro o choque.
Ambas voluntades ya estaban representadas por los dos misteriosos y simbólicos árboles del Paraíso terrenal: el Arbol de la Vida y el árbol del conocimiento del bien y del mal (Gén.
2,9). El fruto bendito del primero es la Vida; el fruto del segundo, del cual el hombre no debía comer, es la muerte.
La Voluntad Divina había “bajado” por amor, haciéndose presente en cada cosa creada, en su obra de la Creación, a la que da existencia, energía y vida, la vida de sus infinitas perfecciones, por lo cual “llenos estan los Cielos y la tierra de su Gloria”. Y también en el
hombre, en Adán, creado perfecto e inmaculado, la Divina Voluntad estaba presente para ser su vida, y en él era tanto más gloriosa, cuanto más superaba el hombre en dignidad y
belleza a todos los demás seres creados. En efecto, los demás seres son obras y criaturas de
Dios, mientras que el hombre, Adán, fue creado en cuanto hijo de Dios (Lc. 3,38).
En Adán Dios veía a todos los demás hombres futuros, hijos suyos; pero Adán y toda su
descendencia eran llamados a ser hijos de Dios en Jesucristo, el Verbo Encarnado, “el
primogénito” entre todas las criaturas (Col. 1,15-17) “la Cabeza de todo hombre” (1ª Cor.
11,3), “el Heredero de toda la Creación” (Lc. 20,14). A nuestro primer padre Adán, hijo de
Dios, la Divina Voluntad no sólo quería darle la vida natural, ya que Adán fue hecho “alma
viviente” (1ª Cor.15,45), sino la Vida misma sobrenatural de Dios; lo cual era un don por gracia.
Por ese motivo, el Arbol de la Vida estaba “en medio del jardín” (Gén. 2,9).
Pero el Don tenía que ser aceptato libremente y por amor, como libremente y por amor Dios
lo ofrecía. Por eso era necesaria la prueba. Sin la prueba, libre aceptación total de la Voluntad
Divina, respuesta de amor, Dios habría tenido siervos, es decir, esclavos, pero no hijos, cosa
indigna de su Amor. El hombre tenía que tener su propia voluntad “como si no la tuviera”, es
decir, debía sacrificarla o consagrarla, o sea, ofrecerla como don de amor a Dios, para hacer
que en ella viviera por gracia la Voluntad Divina.
¿Qué significa que el hombre habría debido tener su voluntad “como si no la tuviera”?
Es decir, ¿debía o no debía tenerla? Es el mismo problema del Arbol del conocimiento del bien
y del mal: tenía que estar allí, en el jardín del Edén, pero el hombre no debía comer de su fruto
para no morir.
En otras palabras, en ese “Paraíso terrenal” que era la naturaleza humana, no podía faltar en
absoluto la voluntad del hombre, que es la facultad activa que decide, cuya característica
esencial es ser libre, tener el “libre albedrío”, lo cual es claramente una perfección divina, que
por sí sola demuestra como el hombre ha sido creado “a imagen” de Dios.
En efecto, poder decidir sin costricción es súmamente noble, es propio de Dios, que en la
criatura es también un riesgo necesario y gravísimo: poder rechazar a Dios por preferirse a sí
misma. Eso fue precisamente lo que hizo Lucifer y lo que en menor grado hace el hombre
cuando peca.
A la naturaleza humana (“espíritu, alma y cuerpo”, 1ª Tes. 5,23), por la que el hombre es
“a imagen” de Dios, Dios añadió, no por naturaleza, sino por gracia, como corona real, un don
sobrenatural: su Divina Voluntad, que hacía al hombre “a su semejanza”.
Dios creó al hombre a su imagen, para que el hombre viviera y obrara a su semejanza, como
un pequeño Dios creado, para poder amarlo y ser por él amado, “partecipando así de la
Naturaleza Divina” (2ª Pedro. 1,4).
Pero en el momento de dar respuesta en la prueba, el hombre dijo que no a Dios,
desobedeció y con suma ingratitud ignoró al Donador y al Don: o sea, quiso hacer su propia
voluntad. En eso consiste el pecado. Rechazó y perdió la Divina Voluntad, le cayó de la cabeza
la corona real y dejó de ser semejante a Dios. Con el pecado el hombre dejó de ser hijo de Dios,
rompió el vínculo de amor y de vida que lo unía a su Creador y, por más que luego se
arrepintió, pudo ser admitido solamente como siervo. Para volver a ser otra vez hijo era
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necesario que Aquel que es el Hijo de Dios por naturaleza propia, restituyera al hombre su
misma condición de hijo por gracia, mediante la Redención.
La Divina Voluntad ya no pudo vivir y reinar en el hombre, se vió despreciada, expulsada,
desterrada y quedó como oculta en la Creación, como en coma profundo, ignorada por el
hombre (Por eso “toda la Creación gime y sufre hasta hoy en los dolores del parto”: Rom.
8,22). Quedó como una madre amorosísima, privada de hijos, que no La reconocen, La
ignoran y La ofenden bárbaramente; mientras que sigue cuidando de ellos, sirviendoles por
medio de todas las cosas creadas, dandoles lo poco que puede, a causa de la ceguera y
alejamiento en que se encuentran, en espera del día en que su Luz se abrirá paso en sus
mentes oscurecidas y por fin La acojan y La hagan reinar como su propia Vida.
El pecado es hacer como un niño que, apenas empieza a hablar, sus primeras palabras no
fueran “¡Papá, Mamá!”, sino: “¡Vete de mi vida, no Te reconozco, no Te quiero, no Te serviré!”.
Es dar vida al propio querer humano, rechazando la Voluntad Divina.
Pues hace falta precisar que la Voluntad Divina y la voluntad humana debían vivir con tal
acuerdo y unión de amor, que no se pudiera distinguir una y otra, como cuando una gota
de agua se arroja al mar. Por tanto, más que en unión, ambas voluntades debían vivir en la
unidad de un solo querer, el Querer Divino.
Así es en Jesucristo, verdadero Dios y verdadero Hombre. El tiene por naturaleza una
Voluntad Divina (la misma y única Voluntad del Padre y del Espíritu Santo) y una voluntad
humana, que conservó en perfecta inocencia y fidelidad, y sin embargo la tuvo sacrificada, sin
vida propia... Jesús la tenía como si no la tuviera, porque ambas voluntades vivían y
actuaban en la unidad de un solo Querer, el Querer Divino. Jesús no vivió una doble vida,
“unas cosas como Dios y en otros momentos como hombre”, no, sino siempre y en todo
como el hombre-Dios. Por eso, todas las cosas hechas por Jesús con su perfecta naturaleza
humana, hasta las más pequeñas (comer, dormir, llorar, caminar, conversar, etc.) son humanodivinas,
fruto de un Querer Divino, Infinito, Eterno, Santísimo... Tienen por tanto un valor
infinito y divino, tienen un alcance eterno, no sólo porque la ha hecho una Persona Divina, sino
porque son fruto de un Querer Divino.
Entrevemos la cruz-dolor: está formata por esas dos voluntades que se oponen, que se
cruzan, como dos palos, como los troncos de esos dos árboles. El tronco vertical, la
Voluntad de Dios; el horizontal, que dice “no quiero”, la voluntad del hombre.
Entonces Jesús, que en su Encarnación había unido en felíz desposorio su Voluntad Divina y
su voluntad humana, ha tomado en Sí a todas las criaturas para reunirlas con Dios. Ha
encontrado la Voluntad de Dios y las voluntades humanas en oposición, en forma de “cruzdolor”,
y la ha abrazado para cubrirla con su “Cruz-Amor” y así destruir su contraposición y su
recíproco dolor. Y la “Cruz-Amor” de Jesús, en la que siempre ha vivido, recostado en plácido
abandono, no es más que los brazos amorosos del Padre Bueno que Lo sostienen, es su
dulcísima e inmensa Voluntad, que para Jesús es el alimento, el descanso, la Vida.
Hemos visto así en qué consiste esta grande guerra, a qué se debe, Es decir, hemos visto
la esencia del pecado y cómo Jesús Nuestro Señor ha vencido, haciendo triunfar en su
Humanidad la Voluntad del Padre: “¡No se haga mi voluntad, sino la tuya!” (Lc. 22,42). En
eso consiste esencialmente la lucha espiritual.
Pero la voluntad del hombre es invitada a separarse de la Voluntad de Dios, despreciandola,
por un engaño, por una mentira que es presentada a la inteligencia. Siempre es así, se ama
una cosa en la medida que se conoce. La “noticia” llega a los sentidos corporales, de los que
pasa a la mente y de la mente pasa al “corazón”, a la voluntad, si ésta consiente.
“Que nadie diga, cuando es tentado: «Soy tentado por Dios»; porque Dios no puede ser
tentado por el mal y no tienta a nadie al mal. Cada uno es tentado más bien por su propia
concupiscencia que lo atrae y lo seduce; después la concupiscencia concibe y produce el
pecado, y el pecado, cuando se ha consumado, produce la muerte” (Santiago, 1,13-15).
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Esta concupiscencia, que es triple, consiste en la inclinación hacia determinadas cosas que
se presentan como agradables, que prometen satisfacer el deseo del hombre de sentirse
saciado, que se presentan como “gustos”.
“El gusto tiene este poder: si es gusto mío, transforma a la criatura en Mí; si es gusto
natural, la arrastra a las cosas humanas; si es gusto de pasiones, la arroja a la corriente
del mal. El gusto parece cosa de nada, y sin embargo no es así, es el primer paso hacia el
bien o hacia el mal; y fíjate cómo es así:
Adán, ¿por qué pecó? Porque retirò la mirada del atractivo divino y, al presentarle
Eva el fruto para que lo comiera, miró el frutto y la vista sintió gusto al mirarlo, el oído
sintió placer oyendo las palabras de Eva, que si comía el fruto llegaría a ser como Dios,
el paladar se deleitó comiendolo, de manera que el gusto fue el primer paso hacia su
ruina. Pero si hubiera sentido disgusto al mirarlo, molestia y fastidio al oir las palabras
de Eva, disgusto al comerlo, Adán no habría pecado sino que habría hecho el primer acto
heroico en su vida, resistiendo y corrigiendo a Eva por haberlo hecho, y él habría
conservado la corona imperecedera de la fidelidad hacia Aquel a quien tanto debía y que
tenía todos los derechos de su dependencia. ¡Oh, cuánto hay que estar atento a los
diferentes gustos que surgen en el alma! Si son gustos puramente divinos, darles vida,
pero si son gustos humanos o de pasiones, darles la muerte; de lo contrario hay peligro
de precipitar en la corriente del mal” (Luisa Piccarreta, 06.06.1923).
Dios quiere, por amor, que el hombre, que cada hombre supere una prueba, para dar así
una respuesta de amor meritorio y de fidelidad. De la prueba no puede ser exentado ni el ángel,
ni el hombre, ni tampoco la Stma. Virgen, ni siquiera Jesucristo en su Humanidad. Dios quiere
la prueba para premiarnos.
Pero el enemigo, el diablo, por odio a Dios y a su criatura, quiere la tentación, para
arruinarnos, si lo consigue. Y Dios, que “cree” en la fuerza de su propio Amor, acepta el deasfío
y contra su misma evidencia “confía” en la fidelidad de su criatura, fruto de tanto Amor, y
permite al tentador acercarse al hombre. Así es como, en ciertos momentos, la prueba y la
tentación se identifican, Dios y el tentador caminan –por sí decir– por un cierto trecho juntos,
con dos finalidades diametralmente opuestas…
La primera tentación, a Eva y por ella a Adán, fue posible cuando el amor se empezó a
enfriar, cuando disminuyó la atención. ¡Lo mismo nos pasa a nosotros, cuando no cuenta el
amor!
“¿Quieres saber por qué pecó Adán? Porque se olvidó de que Yo lo amaba y que
debía amarme. Ese fue el primer paso de su culpa. Si hubiera pensado que Yo lo
amaba tanto y que él tenía la obligación de amarme, nunca se habría decidido a
desobedecerme, así que antes cesó el amor, después empezó el pecado. Y en el
momento en que dejó de amar a su Dios cesó el verdadero amor a sí mismo; sus mismos
miembros y potencias se le rebelaron; perdió el dominio, el orden, y sintió miedo. Y no
sólo eso, sino que cesó el verdadero amor a las demás criaturas, mientras que Yo lo
había creado con el mismo amor que reina entre las Divinas Personas, con el que uno
había de ser la imagen del otro, la felicidad, la alegría y la vida del otro. Por eso, cuando
vine a la tierra, la cosa a la que dí más importancia fue que se amaran los unos a los
otros como Yo los amaba, para darles mi amor de antes, para hacer reinar en la tierra el
Amor de la Stma. Trinidad.” (Luisa Piccarreta, 06.09.1923)
¿Y cómo se desarrolla la tentación, cada tentación? “…Entonces la mujer vio que el árbol
era bueno para comer, bello la vista y deseable para adquirir sabiduría; tomó de su fruto y
comió de él, después le dio también a su esposo, que estaba con ella, y también él comió”
(Gén. 3,6).
Es decir: vio en las cosas una bondad, una verdad, una belleza sin Dios, una bondad,
una verdad, una belleza que atrae, agradable, deseable para ser como Dios, pero sin Dios…,
al contrario (se comprende) sospechando que la Voluntad de Dios sea un obstáculo, que Dios
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sea un rival de la realización del hombre, de su felicidad…, no creyendo ya a su Amor. Esto se
llama “mentira”, falta de amor, ingratitud.
El engaño que cada tentación propone es ver y considerar las cosas creadas, las criaturas,
sin que esten vinculadas a Dios, sin relación con Dios, sino –suplantando a Dios– considerandolas
en relación al propio “yo”. Lo cual se llama impiedad, idolatría, soberbia, egoísmo.
Es robar a Dios, apropiarse de sus cosas y de sus derechos. “¿Me gusta ésto? Pues si Dios
no me lo da, me lo apropio igualmente”.
La tentación –esta lucha– puede venir de tres frentes: dos externos y uno interno. Son los
enemigos del alma, los enemigos de nuestro verdadero bien: el demonio, el mundo y la carne.
Estos tres enemigos pretenden negar a Dios, suplantandolo en el corazón del hombre:
– El demonio contra el Padre Divino, queriendo suplantarlo, robandole sus hijos: “Vosotros
teneis por padre al diablo” (Jn. 8,38-44).
– El mundo contra el Hijo, Jesucristo: “Si el mundo os odia, sabed que antes que a
vosotros me ha odiado a Mí” (Jn. 15,18-19).
– Y la carne contra el Espíritu Santo: “…la carne tiene deseos contrarios al Espíritu y el
Espíritu deseos contrarios a la carne…” (Gál. 5,16-25)
- Del primer enemigo ya hemos hablado: por soberbia quiso adorarse a sí mismo y
despreció a Dios hasta el máximo rechazo y odio, y por eso desprecia y odia a todas las
criaturas, sobre todo al hombre, por ser imagen de Dios y por su vocaciàon a ser su hijo.
- El segundo enemigo, el mundo (no hay que confundirlo con el universo o con el planeta
Tierra), es “el anti-Evangelio”, es el dominio de Satanás, príncipe del mundo, es el conjunto de
los hombres que lo siguen, instruidos y guiados por él a la misma rebelión. Del mundo dice San
Juan: “¡No ameis el mundo, ni las cosas del mundo! Si uno ama el mundo, el amor del Padre
no está en él; porque todo lo que hay en el mundo, la concupiscencia de la carne, la
concupiscencia de los ojos y la soberbia de la vida, no viene del Padre, sino del mundo. Y
el mundo pasa con su concupiscencia; pero el que hace la voluntad de Dios permanece para
siempre!” (1ª Jn. 2,15-17).
- Y nuestro tercer enemigo, el interno, la carne, es esta triple concupiscencia, que como un
monstruo de tres cabezas, está listo a despertarse en nosotros cuando en nosotros no manda el
Querer Divino, la Voluntad del Padre. Si nuestra voluntad, por poco que sea, le concede algo, el
monstruo crece y está dispuesto a agredirnos. Sólo la Divina Voluntad puede vencer y
aplastar la concupiscencia.
Esta concupiscencia es la inclinación o deseo de satisfacer las tres dimensiones del hombre,
según San Pablo (1ª Tes. 5,23):
- el espíritu (mediante la soberbia),
- el anima (con la avaricia o apego a las cosas de la tierra)
- y el cuerpo (con la gula y la lujuria).
Estos vicios capitales son característicos del enemigo, del mundo. Por eso el Señor pidió al
Padre dicendole: “Yo les he dado tu palabra y el mundo los ha odiado porque ellos no son
del mundo, como Yo no soy del mundo. No te pido que Tú los quites del mondo, sino que
los protejas del maligno” (Jn. 17,14-16).
Estos son los tres enemigos que el tentador usó contra Nuestro Señor en el desierto y más
veces en su vida, con la esperanza de que, haciendolo caer, demostrara que no era Dios:
“Entonces Jesús fue llevado por el Espíritu al desierto para ser tentado por el diablo. Y
después de haber ayunado cuarenta días y cuarenta noches, tuvo hambre. El tentador entonces
se le acercó y le dijo: «Si eres el Hijo de Dios, dí que estas piedras se vuelvan pan».
Pero El contestó: «Está escrito: No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que
sale de la boca de Dios».
Entonces el diablo lo condujo a la ciudad santa, lo puso en el pináculo del templo y le dijo:
«Si eres el Hijo de Dios, arrójate, pues está escrito: Enviará a sus ángeles para que te
sostengan con sus manos, para que no tropiece tu pie contra piedra alguna».
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Jesús le respondió: «También está escrito: Non tentarás al Señor tu Dios».
De nuevo el diablo lo llevó sobre un monte altísimo y le hizo ver todos los reinos del mundo
con su gloria y le dijo: «Todo ésto te daré si te postras y me adoras». Pero Jesús le respondió:
«¡Vete, satanás! Está escrito: Al Señor tu Dios adorarás y a El sólo servirás».
Entonces el demonio lo dejó y los ángeles se le acercaron y lo servían” (Mt. 4,1-11).
Venciendo la primera tentación, Jesús ha vencido por nosotros toda tentación de la carne,
que a El podía llegar sólo desde afuera, siendo su naturaleza humana perfectamente ordenada y
gobernada por la Voluntad Divina.
Venciendo la segunda, despreciando un triunfo humano grandioso y fácil, ha aplastado la
soberbia que se anida en nuestra inteligencia.
Y venciendo la tercera, la sugestión de poseer el mundo y todas las cosas tan interesantes y
deseables que nos ofrece, ha desbaratado la avaricia y todo deseo de nuestra voluntad.
“Yo no logro comprender siquiera lo que hago: de hecho no hago lo que quiero, sino lo
que detesto. Ahora, si hago lo que no quiero, reconozco que la ley es buena; por tanto no soy
yo el que lo hace, sino el pecado que está en mí. Pues yo sé que en mí, o sea, en mi carne no
habita el bien; hay en mí el deseo del bien, pero no la capacidad de realizarlo; de hecho
no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero. Pues bien, si hago lo que no quiero,
no soy yo el que lo hace, sino el pecado que habita en mí. Hallo pues en mí esta ley: cuando
quiero hacer el bien, el mal está a mi lado. En efecto, consiento en mi interior a la ley de
Dios, pero veo en mis miembros otra ley que hace guerra a la ley de mi mente y me hace
esclavo de la ley del pecado que está en mis miembros. ¡Pobre de mí! ¿Quién me librará
de este cuerpo inclinado a la muerte? ¡Sean dadas gracias a Dios por medio de Jesucristo
nuestro Señor! Es decir, que yo con la mente sirvo la ley de Dios, pero con la carne la ley del
pecado.” (Rom. 7,15-25).
Por eso, San Pablo dice: “Yo corro, pero no como quien no sabe adónde va; boxeo, pero no
como uno que golpea el aire, sino que trato duramente mi cuerpo y lo reduzco a esclavitud,
no sea que habiendo predicado a los demás, yo mismo sea descalificado” (1ª Cor. 9,26-27).
“A la bestia… fue permitido hacer guerra a los santos y vencerlos” (Apoc. 13,7).
Ha llegado el tiempo en que no bastará ser santos, hace falta que en nosotros Jesús sea
todo, para vencer. Solamente la Divina Voluntad puede vencer y derrotar a nuestros tres
enemigos. Solamente Ella puede vencer esta guerra. Nuestra voluntad humana, por sí sola,
jamás podría, porque es ella precisamente la que siente la tendencia, la inclinación a obrar por
su cuenta, a dar vida a su propio querer humano…
“…Mi ideal en la Creación era el Reino de mi Voluntad en el alma de la criatura; mi
primera finalidad era hacer de los hombres otras tantas imágenes de la Trinidad Divina
mediante el cumplimiento de mi Voluntad en ellos, pero separandose el hombre de Ella,
Yo perdí mi Reino en él y por más de seis mil años he tenido que sostener una larga
batalla, pero por más que haya sido larga, no he dejado mi ideal ni mi primer fin, ni lo
dejaré; y si vine a hacer la Redención, vine para realizar mi ideal y mi primera finalidad,
es decir, el Reino de mi Voluntad en las almas. Tan cierto es, que para venir formé mi
primer reino del Querer Supremo en el Corazón de mi Madre Inmaculada; fuera de mi
Reino nunca habría venido a la tierra.
Por lo tanto sufrí fatigas y penas, quedé herido y al final muerto, pero el Reino de mi
Voluntad no se realizó. Puse las bases, hice los preparativos, pero la batalla
sangrienta entre la voluntad humana y la Divina ha continuado todavía. Ahora, hija
mía pequeña, cuando veo que obras en el Reino de mi Voluntad –y a medida que obras,
su Reino se establece cada vez más en tí–, Yo me siento victorioso en mi larga batalla y
todo en torno a Mí siente el triunfo y la fiesta. Mis penas, las fatigas, las heridas, me
sonríen, y mi misma muerte da de nuevo la vida a mi Voluntad en tí. De manera que Yo
me siento victorioso en la Creación, en la Redención…” (Luisa Piccarreta, 20.06.1926).

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