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SÉPTIMA HORA
De las 11 a las 12 de la noche
Tercera hora de agonía en el Huerto de Getsemaní
Gracias te doy, oh Jesús, por llamarme a la unión contigo
por medio de la oración, y tomando tus pensamientos, tu
lengua, tu corazón y fundiéndome toda en tu Voluntad y en tu
amor, extiendo mis brazos para abrazarte y apoyando mi
cabeza sobre tu corazón empiezo:
Dulce bien mío, mi corazón no resiste; te miro y veo que
sigues agonizando. La sangre a ríos te escurre por todo el
cuerpo y con tanta abundancia, que no sosteniéndote en pie
has caído en un lago de sangre. ¡Oh mi amor, se me rompe el
corazón al verte tan débil y agotado! Tu rostro adorable y tus
manos creadoras se apoyan en la tierra y se llenan de sangre;
me parece que a los ríos de iniquidad que te mandan las
criaturas, Tú quieras dar ríos de sangre para hacer que estas
culpas queden ahogadas en ellos y así, con eso, dar a cada
uno el reescrito de tu perdón. Pero, oh mi Jesús, reanímate, es
demasiado lo que sufres; baste hasta aquí a tu amor.
Y mientras parece que mi amable Jesús muere en su propia
sangre, el amor le da nueva vida. Lo veo moverse con
dificultad, se pone de pie y así, manchado de sangre y de
fango, parece que quiere caminar, pero no teniendo fuerzas
con trabajo se arrastra. Dulce vida mía, deja que te lleve entre
mis brazos. ¿Vas tal vez a tus amados discípulos? Pero cual
no es el dolor de tu adorable corazón al encontrarlos de nuevo
dormidos. Y Tú con voz temblorosa y apagada los llamas:
«Hijos míos, no duerman, la hora está próxima, ¿no ven a
qué estado me he reducido? Ah, ayúdenme, no me abandonen
en estas horas extremas».
Y casi vacilante estás a punto de caer a su lado, mientras
Juan extiende los brazos para sostenerte. Estás tan
irreconocible que si no hubiera sido por la suavidad y dulzura
de tu voz, no te habrían reconocido. Después,
recomendándoles que estén despiertos y que oren, regresas al
huerto, pero con una segunda herida en el corazón. En esta
herida veo, mi bien, todas las culpas de aquellas almas que, no
obstante, las manifestaciones de tus favores en dones, besos y
caricias, en las noches de la prueba, olvidándose de tu amor y
de tus dones, quedan somnolientas y adormiladas, perdiendo
así el espíritu de continua oración y vigilancia.
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Mi Jesús, es cierto que después de haberte visto, después
de haber gustado tus dones, para permanecer privados y
resistir se necesita gran fuerza, sólo un milagro puede hacer
que tales almas resistan la prueba. Por eso, mientras te
compadezco por esas almas, cuyas negligencias, ligerezas y
ofensas son las más amargas a tu corazón, te ruego que en
caso de que ellas llegasen a dar un solo paso que pueda en lo
más mínimo disgustarte, las circundes de tanta gracia que las
detengas, para que no pierdan el espíritu de continua oración.
Mi dulce Jesús, mientras regresas al huerto, parece que no
puedes más; levantas al Cielo la cara manchada de sangre y
de tierra y por tercera vez repites:
«Padre, si es posible pase de Mí este cáliz. Padre Santo,
ayúdame, tengo necesidad de consuelo; es verdad que por las
culpas que he tomado sobre Mí soy repugnante, despreciable,
el último entre los hombres ante tu Majestad infinita; tu Justicia
está indignada conmigo; pero mírame, Oh Padre, soy siempre
tu Hijo, que formo una sola cosa contigo. ¡Ah, ayuda, piedad oh
Padre, no me dejes sin consuelo!»
Después me parece oír, oh dulce bien mío, que llamas en tu
ayuda a la amada Mamá:
«Dulce Mamá, estréchame entre tus brazos como me
estrechabas siendo niño; dame aquella leche que tomaba de ti
para darme fuerzas y endulzar las amarguras de mi agonía;
dame tu corazón que es todo mi contento. Mamá mía,
Magdalena, amados apóstoles, todos ustedes que me aman,
ayúdenme, confórtenme, no me dejen solo en estos momentos
extremos, háganme todos corona a mi alrededor, denme por
consuelo su compañía y su amor».
Jesús, amor mío, ¿quién puede resistir el verte en estos
extremos? ¿Qué corazón será tan duro que no se rompa al
verte ahogado en sangre? ¿Quién no derramará a torrentes
amargas lágrimas al escuchar los dolorosos acentos que
buscan ayuda y consuelo?
Jesús mío, consuélate; veo que ya el Padre te envía un
ángel como consuelo y ayuda, para que puedas salir de éste
estado de agonía y puedas entregarte en manos de los judíos.
Y mientras estés con el ángel, yo recorreré Cielo y tierra. Tú
me permitirás que tome esta sangre que has derramado, a fin
de que pueda darla a todos los hombres como prenda de la
salvación de cada uno y llevarte por consuelo y en
correspondencia, sus afectos, latidos, pensamientos, pasos y
obras.
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Celestial Mamá mía, vengo a Ti para que vayamos juntas a
todas las almas dándoles la sangre de Jesús. Dulce Mamá,
Jesús quiere consuelo, y el mayor consuelo que le podemos
dar es llevarle almas.
Magdalena, acompáñanos; ángeles todos, venid a ver a qué
estado se ha reducido Jesús. Él quiere consuelo de todos y es
tal y tanto el abatimiento en el cual se encuentra, que no
rechaza ninguno.
Jesús mío, mientras bebes el cáliz lleno de intensas
amarguras que el Padre te ha enviado, oigo que suspiras más,
que gimes y que deliras, y con voz sofocada dices:
«¡Almas, almas, vengan, alívienme, tomen su puesto en mi
Humanidad, las quiero, las suspiro! ¡Ah, no sean sordas a mi
voz, no hagan vanos mis deseos ardientes, mi sangre, mi
amor, mis penas! ¡Vengan, almas, vengan!»
Delirante Jesús, cada gemido tuyo y suspiro es una herida a
mi corazón, que no me da paz, por lo que hago mía tu sangre,
tu Querer, tu ardiente celo, tu amor, y girando por Cielo y tierra
quiero ir a todas las almas para darles tu sangre como prenda
de su salvación y llevártelas a Ti para calmar tus deseos, tus
delirios y endulzar las amarguras de tu agonía. Y mientras
hago esto, Tú acompáñame con tu mirada.
Mamá mía, vengo a Ti porque Jesús quiere almas, quiere
consuelo. Así que dame tu mano materna y giremos juntas por
todo el mundo en busca de almas. Encerremos en su sangre
los afectos, los deseos, los pensamientos, las obras, los pasos
de todas las criaturas, y arrojemos en sus almas las llamas del
corazón de Jesús, a fin de que se rindan, y así, encerradas en
su sangre y transformadas en sus llamas, las conduciremos en
torno a Jesús para endulzarle las penas de su amarguísima
agonía.
Ángel mío de mi guarda, precédenos tú, y ve disponiendo a
las almas que han de recibir esta sangre, a fin de que ninguna
gota quede sin su copioso efecto. ¡Mamá mía, pronto, giremos!
Veo la mirada de Jesús que nos sigue, escucho sus repetidos
sollozos que nos incitan a apresurar nuestra tarea.
Y he aquí, Mamá, a los primeros pasos nos encontramos a
las puertas de las casas donde yacen los enfermos. ¡Cuántos
miembros desgarrados! Cuántos bajo la atrocidad de los
dolores prorrumpen en blasfemias e intentan quitarse la vida,
otros son abandonados por todos y no tienen quién les dé una
palabra de consuelo, ni los más necesarios socorros, y por eso
mayormente maldicen y se desesperan. Ah, Mamá, escucho
los sollozos de Jesús que ve correspondidas con ofensas sus
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más delicadas predilecciones de amor que hacen sufrir a las
almas para volverlas semejantes a Él.
Ah, démosles su sangre, a fin de que les suministre las
ayudas necesarias y con su luz les haga comprender el bien
que hay en el sufrir y la semejanza que adquieren con Jesús; y
tú Mamá mía, ponte a su lado y como Madre afectuosa toca
con tus manos maternas sus miembros doloridos, alivia sus
dolores, tómalas en tus brazos y de tu corazón derrama
torrentes de gracias sobre todas sus penas.
Haz compañía a los abandonados, consuela a los afligidos,
a quien carece de los medios necesarios dispón tú almas
generosas que los socorran, a quien se encuentra bajo la
atrocidad de los dolores obtenles tregua y reposo, y así,
fortalecidos, puedan con más paciencia soportar cuanto Jesús
dispone para ellos.
Sigamos nuestro recorrido y entremos en las habitaciones
de los moribundos. ¡Mamá mía, qué terror, cuántas almas
están por caer en el infierno, cuántas después de una vida de
pecado quieren dar el último dolor a ese corazón
repetidamente traspasado, coronando su último respiro con un
acto de desesperación!
Muchos demonios están en torno a ellas infundiendo en su
corazón terror y espanto de los divinos juicios, y así dar el
último asalto para llevarlas al infierno, quisieran hacer salir las
llamas infernales para envolverlas en ellas y así no dar lugar a
la esperanza. Otras, atadas a los vínculos de la tierra no saben
resignarse a dar el último paso; ah Mamá, los momentos son
extremos, tienen mucha necesidad de ayuda, ¿no ves cómo
tiemblan? ¿Cómo se debaten entre los espasmos de la
agonía? ¿Cómo piden ayuda y piedad?
¡La tierra ya ha desaparecido para ellas! Mamá Santa, pon
tu mano materna sobre sus heladas frentes, acoge Tú sus
últimos respiros; demos a cada moribundo la sangre de Jesús,
y así, poniendo en fuga a los demonios, disponga a todos a
recibir los últimos sacramentos y a una buena y santa muerte.
Por consuelo démosles la agonía de Jesús, sus besos, sus
lágrimas, sus llagas; rompamos las ataduras que los tienen
atados, hagamos oír a todos la palabra del perdón y
pongámosles tal confianza en el corazón, que hagamos que se
arrojen en los brazos de Jesús. Y así, cuando Él los juzgue los
encontrará cubiertos con su sangre, abandonados en sus
brazos y a todos les dará su perdón.
Continuemos aún, oh Mamá; tu mirada materna vea con
amor la tierra y se mueva a compasión de tantas pobres
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criaturas que tienen necesidad de esta sangre. Mamá mía, me
siento incitada por la mirada indagadora de Jesús a correr,
porque quiere almas; oigo sus gemidos en el fondo de mi
corazón que me repiten:
«¡Hija mía, ayúdame, dame almas!»
Pero mira, oh Mamá, cómo la tierra está llena de almas que
están por caer en el pecado y Jesús rompe en llanto viendo a
su sangre sufrir nuevas profanaciones. Se requiere un milagro
que les impida la caída, por eso démosles la sangre de Jesús,
para que encuentren en ella la fuerza y la gracia para no caer
en el pecado.
Un paso más, Mamá mía, y he aquí almas ya caídas en la
culpa, las cuales quisieran una mano que las levante, Jesús las
ama pero las mira horrorizado porque están enfangadas, y su
agonía se hace más intensa. Démosles la sangre de Jesús, y
así encuentren esa mano que las levante. Mira, oh Mamá, son
almas que tienen necesidad de esta sangre, almas muertas a
la gracia; ¡oh cómo es deplorable su estado! El Cielo las mira y
llora con dolor, la tierra las mira con repugnancia, todos los
elementos están contra ellas y quisieran destruirlas, porque
son enemigas del Creador. Ah Mamá, la sangre de Jesús
contiene la vida, démosla pues a fin de que a su contacto estas
almas renazcan, pero renazcan más bellas, tanto, que hagan
sonreír a todo el Cielo y a toda la tierra.
Giremos aún, oh Mamá; mira, hay almas que llevan la marca
de la perdición, almas que pecan y huyen de Jesús, que lo
ofenden y tienen desesperanza de su perdón, son los nuevos
Judas esparcidos por la tierra, y que traspasan ese corazón tan
amargado. Démosles la sangre de Jesús, a fin de que esta
sangre les borre la marca de la perdición y les imprima la de la
salvación; ponga en sus corazones tal confianza y amor
después de la culpa, que los haga correr a los pies de Jesús y
estrecharse a esos pies divinos para no separarse de ellos
jamás.
Mira, oh Mamá, hay almas que corren alocadamente hacia la
perdición y no hay quien las detenga en su carrera. Ah,
pongamos esta sangre delante a sus pies, para que al tocarla,
ante su luz y sus voces suplicantes porque las quiere salvas,
puedan retroceder y ponerse en el camino de la salvación.
Continuemos, Mamá, nuestro giro; mira, hay almas buenas,
almas inocentes en las que Jesús encuentra sus
complacencias y el reposo en la Creación, pero las criaturas
van a su alrededor con tantas insidias y escándalos, para
arrancar esta inocencia y convertir las complacencias y el
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reposo de Jesús en llanto y amarguras, como si no tuvieran
otra mira que el dar continuos dolores a ese corazón divino.
Sellemos y circundemos pues su inocencia con la sangre de
Jesús, como si fuera un muro de defensa, a fin de que no entre
en ellas la culpa; con esa sangre pon en fuga a quien quisiera
contaminarlas, y las conserve puras y sin mancha, a fin de que
Jesús encuentre su reposo en la Creación y todas sus
complacencias, y por amor a ellas se mueva a piedad de tantas
otras pobres criaturas.
Mamá mía, pongamos a estas almas en la sangre de Jesús,
atémoslas una y otra vez con el Santo Querer de Dios,
llevémoslas a sus brazos, y con las dulces cadenas de su
amor, atémoslas a su corazón para endulzar las amarguras de
su mortal agonía.
Pero escucha, oh Mamá, esta sangre grita y quiere todavía
otras almas; corramos juntas y vayamos a las regiones de los
herejes y de los infieles. ¡Cuánto dolor no siente Jesús en
estas regiones! Él, que es vida de todos, no recibe en
correspondencia ni siquiera un pequeño acto de amor y no es
conocido por sus mismas criaturas.
Ah Mamá, démosles esta sangre a fin de que les disipe las
tinieblas de la ignorancia y de la herejía, les haga comprender
que tienen un alma, y abra a ellas el Cielo. Después
pongámoslas todas en la sangre de Jesús y conduzcámoslas
en torno a Él como tantos hijos huérfanos y exiliados que
encuentran a su Padre, y así Jesús se sentirá confortado en su
amarguísima agonía.
Pero parece que Jesús no está aún contento, porque quiere
otras almas aún. Las almas de los moribundos en estas
regiones se las siente arrancar de sus brazos para ir a caer en
el infierno. Estas almas están ya a punto de expirar y
precipitarse en el abismo, no hay nadie a su lado para
salvarlas; el tiempo apremia, los momentos son extremos y se
perderán sin duda. No, Mamá, esta sangre no será derramada
inútilmente por ellas, por eso volemos inmediatamente hacia
ellas, derramemos la sangre de Jesús sobre su cabeza y les
sirva de bautismo e infunda en ellas Fe, Esperanza y Amor.
Ponte a su lado, Mamá, suple todo lo que les falta, más aún,
déjate ver, en tu rostro resplandece la belleza de Jesús, tus
modos son en todo iguales a los suyos, y así, viéndote a Ti,
con certeza podrán conocer a Jesús; después estréchalas a tu
corazón materno, infunde en ellas la vida de Jesús que Tú
posees, diles que siendo Tú su Madre las quieres para siempre
felices contigo en el Cielo, y así, mientras expiran, recíbelas en
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tus brazos y haz que de los tuyos pasen a los de Jesús; y si
Jesús mostrase, según los derechos de la Justicia, que no las
quiere recibir, recuérdale el amor con el que te las confió bajo
la cruz, reclama tus derechos de Madre, de manera que a tu
amor y a tus plegarias Él no sabrá resistir, y mientras
contentará tu corazón, contentará también sus ardientes
deseos.
Y ahora, oh Mamá, tomemos esta sangre y démosla a todos:
A los afligidos, para que por ella reciban consuelo; a los
pobres, para que sufran resignados su pobreza; a los que son
tentados, para que obtengan la victoria; a los incrédulos, para
que triunfe en ellos la virtud de la fe; a los blasfemos, para que
cambien las blasfemias en bendiciones; a los sacerdotes, a fin
de que comprendan su misión y sean dignos ministros de
Jesús. Con esta sangre toca sus labios, a fin de que no digan
palabras que no sean de gloria de Dios; toca sus pies para que
corran y vuelen en busca de almas para conducirlas a Jesús.
Demos esta sangre a los que rigen los pueblos, para que
estén unidos entre ellos y tengan mansedumbre y amor hacia
sus súbditos.
Volemos ahora al purgatorio y démosla también a las almas
purgantes, pues ellas lloran y suplican esta sangre para su
liberación. ¿No escuchas, Mamá, sus gemidos, sus delirios de
amor que las torturan, y cómo continuamente se sienten
atraídas hacia el sumo bien?
Mira cómo Jesús mismo quiere purificarlas para tenerlas
cuanto antes consigo, las atrae con su amor, y ellas le
corresponden con continuos ímpetus de amor hacia Él, pero al
encontrarse en su presencia, no pudiendo aún sostener la
pureza de la divina mirada, son obligadas a retroceder y a caer
de nuevo en las llamas. Mamá mía, descendamos en esta
profunda cárcel y derramando sobre ellas esta sangre,
llevémosles la luz, mitiguemos sus delirios de amor,
extingamos el fuego que las quema, purifiquémoslas de sus
manchas, y así, libres de toda pena, vuelen a los brazos del
sumo bien.
Demos esta sangre a las almas más abandonadas, a fin de
que encuentren en ella todos los sufragios que las criaturas les
niegan; a todas, oh Mamá, demos esta sangre, no privemos a
ninguna, a fin de que todas en virtud de ella encuentren alivio y
liberación. Haz de reina en estas regiones de llanto y de
lamentos, extiende tus manos maternas y una a una sácalas
de estas llamas ardientes, y haz que todas emprendan el vuelo
hacia el Cielo.
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Y ahora hagamos también nosotras un vuelo hacia el Cielo.
Pongámonos a las puertas eternas, y permíteme, oh Mamá,
que también a Ti te dé esta sangre para tu mayor gloria. Esta
sangre te inunde de nueva luz y de nuevos contentos, y haz
que esta luz descienda en beneficio de todas las criaturas para
dar a todas gracias de salvación.
Mamá mía, dame también a mí esta sangre; Tú sabes
cuánto la necesito. Con tus mismas manos maternas retoca
todo mi ser con esta sangre, y retocándome purifica mis
manchas, sana mis llagas, enriquece mi pobreza; haz que esta
sangre circule en mis venas y me dé toda la vida de Jesús,
descienda en mi corazón y me lo transforme en el corazón
mismo de Jesús, me embellezca tanto que Jesús pueda
encontrar todos sus contentos en mí.
Ahora sí, oh Mamá, entremos a las regiones Celestiales y
demos esta sangre a todos los santos, a todos los ángeles, a
fin de que puedan recibir mayor gloria, prorrumpir en himnos de
agradecimiento a Jesús y rueguen por nosotros, y así en virtud
de esta sangre podamos un día reunirnos con ellos. Y después
de haber dado a todos esta sangre, vayamos de nuevo a
Jesús.
Ángeles, santos, vengan con nosotras; ah, Él suspira las
almas, quiere hacerlas reentrar a todas en su Humanidad para
darles a todas los frutos de su sangre. Pongámoslas en torno a
Él y se sentirá regresar la vida y recompensar por la
amarguísima agonía que ha sufrido. Y ahora Mamá santa,
llamemos a todos los elementos a hacerle compañía a fin de
que también ellos le den honor a Jesús.
Oh luz del sol, ven a disipar las tinieblas de esta noche para
dar consuelo a Jesús; oh estrellas, con vuestros trémulos rayos
descended del cielo y venid a dar consuelo a Jesús; flores de
la tierra, venid con vuestro perfume; pajarillos, venid con
vuestros trinos; elementos todos de la tierra, venid a confortar a
Jesús. Ven, oh mar, a refrescar y a lavar a Jesús, Él es nuestro
Creador, nuestra vida, nuestro todo; vengan todos a
confortarlo, a rendirle homenaje como a nuestro soberano
Señor. Pero, ay, Jesús no busca luz, estrellas, flores, pájaros,
Él quiere almas, almas.
Helas aquí, dulce bien mío, a todas juntas conmigo; a tu lado
está la amada Mamá, descansa entre sus brazos, también Ella
tendrá consuelo al estrecharte a su seno, pues ha tomado
mucha parte en tu dolorosa agonía; también está aquí
Magdalena, está Marta, y todas las almas amantes de todos
los siglos. Oh Jesús, acéptalas, y diles a todas una palabra de
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perdón y de amor; átalas a todas en tu amor, a fin de que
ningún alma te huya más. Pero me parece que dices:
«¡Ah! Hija, ¡cuántas almas por la fuerza huyen de Mí y se
precipitan en la ruina eterna! ¿Cómo podrá entonces calmarse
mi dolor, si Yo amo tanto a una sola alma cuanto amo a todas
las almas juntas?»
Conclusión de la Agonía
Agonizante Jesús, mientras parece que está por apagarse tu
vida, oigo ya el estertor de la agonía, veo tus bellos ojos
eclipsados por la cercana muerte, tus santísimos miembros
abandonados, y frecuentemente siento que no respiras más, y
siento que el corazón se me rompe por el dolor. Te abrazo y te
siento helado; te muevo y no das señales de vida. ¿Jesús, has
muerto?
Afligida Mamá, ángeles del Cielo, vengan a llorar a Jesús y
no permitan que yo continúe viviendo sin Él, porque no puedo.
Me lo estrecho más fuerte y oigo que da otro respiro y de
nuevo no da señales de vida, y yo lo llamo: «¡Jesús, Jesús,
vida mía, no te mueras! Ya oigo el ruido de tus enemigos que
vienen a prenderte, ¿quién te defenderá en el estado en que te
encuentras?» Y Él, sacudido, parece que resurge de la muerte
a la vida, me mira y me dice:
«Hija, ¿estás aquí? ¿Has sido entonces espectadora de mis
penas y de las tantas muertes que he sufrido? Debes saber, oh
hija, que en estas tres horas de amarguísima agonía he
reunido en Mí todas las vidas de las criaturas, y he sufrido
todas sus penas y sus mismas muertes, dando a cada una mi
misma vida.
Mis agonías sostendrán las suyas; mis amarguras y mi
muerte se cambiarán para ellas en fuente de dulzura y de vida.
¡Ah, cuánto me cuestan las almas! ¡Si fuese al menos
correspondido! Por eso tú has visto que mientras moría, volvía
a respirar, eran las muertes de las criaturas que sentía en Mi»
Mi atormentado Jesús, ya que has querido encerrar en Ti
también mi vida, y por lo tanto también mi muerte, te ruego por
esta tu amarguísima agonía, que vengas a asistirme en el
momento de mi muerte. Yo te he dado mi corazón como
refugio y reposo, mis brazos para sostenerte y todo mi ser a tu
disposición, y yo, oh, de buena gana me entregaría en manos
de tus enemigos para poder morir yo en lugar tuyo.
Ven, oh vida de mi corazón en aquel momento a darme lo
que te he dado, tu compañía, tu corazón como lecho y
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descanso, tus brazos como sostén, tu respiro afanoso para
aliviar mis afanes, de modo que conforme respire, respiraré por
medio de tu respiro, que como aire purificador me purificará de
toda mancha y me dispondrá al ingreso de la eterna
bienaventuranza.
Más aún mi dulce Jesús, aplicarás a mi alma toda tu
santísima Humanidad, de modo que mirándome me verás a
través de Ti mismo, y mirándote a Ti mismo en mí, no
encontrarás nada de qué juzgarme; después me bañarás en tu
sangre, me vestirás con la cándida vestidura de tu santísima
Voluntad, me adornarás con tu amor y dándome el último beso
me harás emprender el vuelo de la tierra al Cielo. Y ahora te
ruego que hagas esto que quiero para mí, a todos los
agonizantes; estréchatelos a todos en tu abrazo de amor y
dándoles el beso de la unión contigo sálvalos a todos y no
permitas que ninguno se pierda.
Afligido bien mío, te ofrezco esta hora santa en memoria de
tu Pasión y Muerte, para desarmar la justa ira de Dios por los
tantos pecados, por la conversión de todos los pecadores, por
la paz de los pueblos, por nuestra santificación y en sufragio de
las almas del purgatorio.
Pero veo que tus enemigos están ya cerca y Tú quieres
dejarme para ir a su encuentro. Jesús, permíteme que te de un
beso en tus labios, en los cuales Judas osará besarte con su
beso infernal; permíteme que te limpie el rostro bañado en
sangre, sobre el cual lloverán bofetadas y salivazos, y
estrechándome fuerte a tu corazón, yo no te dejo, sino que te
sigo y Tú me bendices y me asistes.
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Reflexiones de la Séptima Hora (11 PM)
13-34
Noviembre 19, 1921
Estaba haciendo compañía a mi Jesús agonizante en el
Huerto de Getsemaní, y por cuanto me era posible lo
compadecía, lo estrechaba fuerte a mi corazón tratando de
secarle el sudor mortal, y mi doliente Jesús, con voz apagada y
agonizante me ha dicho:
“Hija mía, dura y penosa fue mi agonía en el Huerto, quizá
más penosa que la de la cruz, porque si ésta fue el
cumplimiento y el triunfo sobre todos, aquí en el Huerto fue el
principio, y los males se sienten más al principio que cuando
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están por terminar, en esta agonía la pena más desgarradora
fue cuando se me hicieron presentes uno por uno todos los
pecados, mi Humanidad comprendió toda la enormidad de
ellos y cada delito llevaba el sello de “muerte a un Dios”, y
estaba armado con espada para matarme. Delante a la
Divinidad la culpa me aparecía tan horrenda y más horrible que
la misma muerte; sólo al comprender qué significa pecado, Yo
me sentía morir y moría en realidad, grité al Padre y fue
inexorable, no hubo uno solo que al menos me diera una ayuda
para no hacerme morir, grité a todas las criaturas que tuvieran
piedad de Mí, pero en vano, así que mi Humanidad languidecía
y estaba por recibir el último golpe de la muerte, pero ¿sabes
tú quién impidió la ejecución y sostuvo mi Humanidad para no
morir? Primero fue mi inseparable Mamá, Ella al oírme pedir
ayuda voló a mi lado y me sostuvo, y Yo apoyé mi brazo
derecho en Ella, la miré casi agonizante y encontré en Ella la
inmensidad de mi Voluntad íntegra, sin haber habido nunca
ruptura alguna entre mi Voluntad y la suya. Mi Voluntad es
Vida, y como la Voluntad del Padre era inamovible, y la muerte
me venía de las criaturas, otra criatura que encerraba la Vida
de mi Voluntad me daba la vida. Y he aquí que mi Mamá, que
en el portento de mi Voluntad me concibió y me hizo nacer en
el tiempo, y ahora me da por segunda vez la vida para
hacerme cumplir la obra de la Redención. Después miré a la
izquierda y encontré a la pequeña hija de mi Querer, te
encontré a ti como primera, con el séquito de las otras hijas de
mi Voluntad, y así como a mi Mamá la quise Conmigo como
primer eslabón de la misericordia, con el cual debíamos abrir
las puertas a todas las criaturas, por eso quise apoyar en Ella
la derecha; a ti te quise como primer eslabón de la justicia,
para impedir que se descargase sobre todas las criaturas como
se merecen, por eso quise apoyar la izquierda, a fin de que la
sostuvieras junto Conmigo. Entonces, con estos dos apoyos Yo
me sentí dar nuevamente la vida, y como si nada hubiera
sufrido, con paso firme fui al encuentro de mis enemigos, y en
todas las penas que sufrí en mi Pasión, muchas de ellas
capaces de darme la muerte, estos dos apoyos no me dejaban
jamás, y cuando me veían a punto de morir, con mi Voluntad
que contenían me sostenían y me daban como tantos sorbos
de vida. ¡Oh! los prodigios de mi Querer, ¿quién puede jamás
numerarlos y calcular su valor? Por eso amo tanto a quien vive
de mi Querer, reconozco en ella mi retrato, mis nobles rasgos,
siento en ella mi mismo aliento, mi voz, y si no la amase me
defraudaría a Mí mismo, sería como un padre sin generación,
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sin el noble cortejo de su corte y sin la corona de sus hijos, y si
no tuviera la generación, la corte, la corona, ¿cómo podría
llamarme Rey? Así que mi reino es formado por aquellos que
viven en mi Voluntad, y de este reino escojo la Madre, la Reina,
los hijos, los ministros, el ejército, el pueblo, Yo soy todo para
ellos y ellos son todos para Mí”.
Después estaba pensando en lo que Jesús me decía, y
decía entre mí: “¿Cómo se hace para poner en práctica esto?”
Y Jesús regresando ha agregado:
“Hija mía, las verdades para conocerlas, es necesario que
haya voluntad y el deseo de conocerlas. Supón una estancia
con las persianas cerradas, por cuanto sol haya afuera la
estancia está siempre en oscuridad; ahora, abrir las persianas
significa querer la luz, pero esto no basta si no se aprovecha la
luz para reordenar la estancia, sacudirla, ponerse a trabajar,
porque si no, es como matar esa luz y hacerse ingrato por la
luz recibida. Así no basta tener voluntad de conocer las
verdades, si a la luz de la verdad que lo ilumina no busca
sacudirse de sus debilidades y reordenarse según la luz de la
verdad que conoce, y junto con la luz de la verdad ponerse a
trabajar haciendo de ella sustancia propia,“” en modo de
trasparentar por su boca, por sus manos, por su
comportamiento, la luz de la verdad que ha absorbido,
entonces sería como si asesinara la verdad, y con no ponerla
en práctica sería estarse en pleno desorden delante de esa luz.
Pobre estancia, llena de luz pero toda desordenada,
trastornada y en pleno desorden, y una persona dentro que no
se preocupa de reordenarla, ¿qué compasión no daría? Tal es
quien conoce las verdades y no las pone en práctica.
Has de saber que en todas las verdades, como primer
alimento entra la simplicidad, si las verdades no fueran
simples, no serían luz y no podrían penetrar en las mentes
humanas para iluminarlas, y donde no hay luz no se pueden
distinguir los objetos; la simplicidad no sólo es luz, sino es
como el aire que se respira, que aunque no se ve da la
respiración a todo, y si no fuese por el aire, la tierra y todos
quedarían sin movimiento, así que si las virtudes, las verdades,
no llevan la marca de la simplicidad, serán sin luz y sin aire”.
+ + +
109
14-20
Abril 8, 1922
Encontrándome en mi habitual estado, estaba pensando en
el dolor que sufrió mi dulce Jesús en el huerto de Getsemaní,
cuando se presentaron ante su santidad todas nuestras culpas,
y Jesús todo afligido, en mi interior me ha dicho:
“Hija mía, mi dolor fue grande e incomprensible a la mente
creada, especialmente cuando vi la inteligencia humana
deformada, mi bella imagen que hice reproducir en ella, no más
bella, sino fea, horrible. Yo doté al hombre de voluntad,
inteligencia y memoria; en la primera refulgía mi Padre
Celestial, el cual como acto primero comunicaba su potencia,
su santidad, su altura, por lo cual elevaba a la voluntad
humana invistiéndola de su misma santidad, potencia y
nobleza, dejando todas las corrientes abiertas entre Él y la
voluntad humana, a fin de que siempre más se enriqueciera de
los tesoros de mi Divinidad; entre la voluntad humana y la
Divina no había tuyo ni mío, sino todo en común, con acuerdo
recíproco, era imagen nuestra, cosa nuestra, así que ella nos
reflejaba, por lo tanto nuestra Vida debía ser la suya, y por eso
constituía como acto primero su voluntad libre, independiente,
como era acto primero la Voluntad de mi Padre Celestial, pero
esta voluntad cuánto se ha desfigurado, de libre se ha vuelto
esclava de vilísimas pasiones. ¡Ah! es ella el principio de todos
los males del hombre, no se reconoce más, cómo ha
descendido de su nobleza, da asco mirarla.
Después, como acto segundo concurrí Yo, Hijo de Dios,
dotando al hombre de inteligencia, comunicándole mi
sabiduría, la ciencia de todas las cosas, a fin de que
conociéndolas pudiese gustar y hacerse feliz en el bien. Pero,
¡ay de Mí! Qué mar de vicios es la inteligencia de la criatura, de
la ciencia se ha servido para desconocer a su Creador.
Y después, como acto tercero concurrió el Espíritu Santo,
dotándolo de memoria, a fin de que recordándose de tantos
beneficios, pudiera estar en continuas corrientes de amor, en
continuas relaciones, el amor debía coronarla, abrazarla e
informar toda su vida. ¡Pero cómo queda contristado el Eterno
Amor! Esta memoria se recuerda de los placeres, de las
riquezas y hasta de pecar, y la Trinidad Sacrosanta es puesta
fuera de los dones dados a su criatura. Mi dolor fue
indescriptible al ver la deformidad de las tres potencias del
hombre, habíamos formado nuestra morada en él, y él nos
había arrojado fuera”.
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